25 junio, 2016

Dimensiones políticas del imaginario español

Ese imaginario lo describe muy bien el profesor de ciencias políticas de la Universidad de Gotemburgo, Víctor Lapuente Giné en una columna del diario "El País":

El político no viste de Prada

Ser de derechas o de izquierdas en nuestro país implica asumir un conjunto casi inamovible de premisas, mientras que en otros países de Europa existe una mayor permeabilidad práctica entre ambas orillas ideológicas


 Los españoles simplificamos la política a una sola dimensión. Si eres de izquierdas y quieres que el Estado intervenga en la economía, también estás a favor del derecho al aborto, la inmigración, la igualdad de género y los derechos civiles. Si eres de derechas, no sólo deseas un menor peso del Gobierno en la economía, sino también defiendes unos valores socioculturales más tradicionales.
Mientras en España existe una “super-dimensión”, en otros países la política se dirime en dos ejes. La división económica (izquierda versus derecha) y la división cultural (libertarios versus tradicionalistas). En general, estas dimensiones están relacionadas y los partidos económicamente de izquierdas tienden a ser algo más liberales en aspectos culturales. Pero pocos países tienen una superdimensión tan nítida como España. Sus geografías políticas son más complejas y menos frentistas. Por ejemplo, tienen partidos mixtos que son de derechas en lo económico, pero liberales y cosmopolitas en lo cultural. Además, pueden permitirse las grandes coaliciones a las que somos tan alérgicos aquí porque sus partidos socialdemócratas y conservadores tienen diferencias económicas pero, socioculturalmente, son vecinos.
¿Por qué los españoles somos más simplones? La razón no se encuentra en nuestra cultura o religión. Hay países católicos, como Irlanda o Bélgica, que tienen una fauna política tan diversa como la de los países protestantes. La causa histórica hay que buscarla en los habilidosos políticos de nuestro pasado, que fueron capaces de forjar una dimensión política a la que las generaciones posteriores se han ido adaptando.
Viajemos al siglo XIX. En sociedades como España o Francia, los emprendedores políticos liberales encontraron en la poderosa Iglesia a la “casta” (o al “Ibex35”) perfecto para movilizar a sus seguidores. De forma simétrica, y sin meternos en quién lanzó la primera piedra, los políticos conservadores utilizaron la cruzada religiosa (en algunos casos en sentido literal) para cohesionar a los suyos.
Cuajó así una dimensión política —anticlericalismo progresista frente a clericalismo conservador— con un enorme magnetismo. Cada movimiento político que ha surgido en décadas posteriores ha quedado atrapado por él, con los partidos situándose en algún punto de esa línea que va de la izquierda económica y el liberalismo cultural a la derecha económica y el tradicionalismo cultural. Una implicación es que, cuanto más de izquierdas eres en el sentido económico, más liberales deben ser tus valores culturales, y viceversa. Otra consecuencia de esta “superdimensión” es que las fórmulas híbridas fracasan, como atestiguan los intentos de crear partidos económicamente de derechas y culturalmente liberales, de la Operación Roca a UPyD.
Nuestra visión económica entraña una visión cultural. E incluso una estética, como ponen de manifiesto las cíclicas contraposiciones de indumentarias políticas tan propias de nuestra historia: del calzón corto frente a levita en los tiempos de Joaquín Costa a las camisetas frente a las corbatas en esta legislatura. En España nos es más difícil empatizar con los adversarios políticos porque nos separan más cosas de ellos.
La superdimensión ejerce un fuerte magnetismo sobre cualquier nueva divisoria política. Como han subrayado los politólogos Jan Rovny y Jonathan Polk, el mapa político europeo es tremendamente estable dentro de cada país. Cambian las siglas, pero, para sobrevivir en un entorno mediático moldeado por unas cosmovisiones definidas, los partidos acaban mimetizando las posiciones de sus predecesores. Y en el caso español eso quiere decir que, si eres de derechas, adoptas valores tradicionalistas; y, si eres de izquierdas, liberales.
¿Han alterado los partidos de la nueva política esta tendencia? Podemos titubeó mucho. Por una parte, jugó a postularse como un partido culturalmente liberal pero que no fuera de izquierdas ni de derechas. Por otra, quiso seguir la vía de Syriza y de los populismos latinoamericanos: económicamente de izquierdas, pero culturalmente nacionalista y euroscéptico (cuando pedían que España no fuera una “colonia de Alemania” y apelaban al patriotismo).
Pero han llegado a la conclusión de que abrazar con fuerza el tablero es más fructífero que romperlo. Podemos (con sus confluencias) se ha asentado en la casilla contigua al PSOE: económicamente un poco más de izquierdas y culturalmente un poco más liberal. A la sombra del PSOE y preparados para desbancarlos con un programa parecido pero algo más picante. Como, por ejemplo, ha hecho ya Barcelona en Comú, que no sólo ha reclamado la herencia de Maragall, sino que ha absorbido a gran parte de la intelligentsia del PSC.
Ciudadanos es el partido nacional más misterioso. Mantienen una posición ideológica históricamente suicida en España: de derechas en economía pero liberales en valores. En algunos asuntos, como inmigración o igualdad de género, parecen caer en la tentación conservadora. Pero, al menos en parte, es porque todos los estamos empujando en esa dirección. No entra en nuestra mentalidad política simplista un espécimen complejo como Ciudadanos y aprovechamos cualquier excusa para convertirlos en lo que esperamos de un partido económicamente de derechas: que sea reaccionario en valores. Asumimos que tienen que ser la sombra del PP. Su marca blanca. Sin embargo, los datos indican que, de momento, Ciudadanos resiste como el partido más alejado de la superdimensión política. Nuestro partido más protestante.
El magnetismo de la superdimensión también ha afectado a los partidos nacionalistas. PNV y CiU han tenido éxito cuando han sido moderadamente de derechas y moderadamente conservadores en valores. En una posición intermedia entre el PP y el PSOE. Incluso su nacionalismo se ha basado más en el localismo y el respeto a las tradiciones que en la autodeterminación y la ruptura. Cuando se han salido de su casilla en la superdimensión, emprendiendo el viaje a Ítaca (que un partido nacionalista de izquierdas puede permitirse más fácilmente porque son percibidos como libertarios), se han extraviado. Será interesante seguir el proceso de refundación de Convergència-Democracia i Llibertat en los próximos meses: ¿volverán a su posición o se adentrarán, como Ciudadanos, en la inhóspita senda del liberalismo social de derechas?
Ojalá se atrevan. Porque, para superar el enroque en el que se ha metido la política española, necesitamos varios partidos dispuestos a romper con la superdimensión. Partidos que se atrevan a navegar entre esas dos orillas tan alejadas en las que se ha convertido la política española. Ganaríamos en riqueza política. Y de vestuario.

Brexit

Las portadas de la prensa británica. Unas están encantadas con la salida y otras con un disgusto... y yo como europeísta no quiero una Europa que llega tarde a todo: a parchear las crisis económicas, a no respetar los derechos humanos, a ser un cementerio de elefantes y lobbystas, a tener una web obsoleta y de lo menos amable, etc. Europa Sí, pero con sus deberes bien hechos y una ciudadanía contenta e informada de sus políticas y políticos.








Campañas políticas hoy en día

Víctor Lapuente, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Gotemburgo, ha escrito en el diario "El País", un artículo de lo más interesante de las campañas políticas actuales:

Campaña narcisista

La nuevas tecnologías y las redes sociales han desplazado el protagonismo de las elecciones de los candidatos a los votantes. Ganan los candidatos que estimulan más nuestro ego y se adaptan mejor a nuestros egoísmos


La campaña electoral es una fiesta narcisista. Pero no porque los candidatos se paseen por los platós de televisión exhibiendo sus dotes seductoras, artísticas o culinarias. Los narcisistas somos nosotros, los votantes. Y los candidatos lo saben. Los más listos dedican sus esfuerzos a ponernos un enorme espejo delante que, como a Narciso, nos recuerde qué bellos y bellas somos.
Los políticos nos piropean. Trabajadores por cuenta propia, autónomos, emprendedores, pensionistas, urbanitas y gentes del mundo rural, nos emocionan hasta vuestras alcachofas. Y qué injusto ha sido el país con vosotros. Pedid y os será concedido. No, yo no voy a exigiros nada a cambio. Faltaría más, con todo lo que ya habéis sufrido ya. Os han “machacado a impuestos”, habéis sido “víctimas de la austeridad”. Merecéis que alguien compense vuestros esfuerzos.
¿Cómo es posible que, con lo hermosos que sois, el país esté tan feo? Pues porque habéis estado gobernados por malos representantes, unos políticos que no han escuchado vuestras voces cristalinas. No necesitáis ningún representante excepcional. Vosotros sois los excepcionales. Necesitáis políticos que os escuchen, que atiendan vuestras demandas en lugar de perseguir sus mezquinos intereses.
Las campañas electorales han cambiado de naturaleza. Durante la época de los partidos de masas, los candidatos ponían el énfasis en el programa. Se votaba a aquellos que mostraban unas propuestas programáticas más atractivas. Con la llegada de la televisión y los grandes medios de comunicación de masas, el foco giró al candidato. Se premiaba a quienes proyectaban un candidato más atractivo. Guapo como Kennedy, carismático como Clinton, o campechano como Bush (hay equivalentes en España, pero seguramente no nos pondríamos de acuerdo en quién ha sido qué). La eclosión de las nuevas tecnologías y las redes sociales ha movido el protagonismo de la campaña hacia los votantes mismos. Se confía en los candidatos que presentan a una ciudadanía más atractiva. En quienes nos ensalzan más. Y estén más dispuestos a mimarnos.
Hoy no nos interesan mucho los programas. Aunque todos nos quejemos de la poca sustancia de los debates políticos, la comunicación política del 26-J —responsabilidad colectiva de medios y de los asesores de los candidatos que, de hecho, son perfiles profesionales muy similares— se basa más en “relatos íntimos” o en la “trastienda de la campaña” que en la discusión programática. Cuentan más las interacciones entre candidatos y votantes (o, mejor aún, sus niñas y niños) que entre los propios candidatos. Los debates públicos donde los candidatos pueden mostrar la fortaleza y debilidad de sus propuestas en contraste con la de sus oponentes son sustituidos por encuentros entre candidatos y gente corriente. Quienes interrogan a los candidatos son familias sentadas en el sofá de sus casas, estudiantes en sus clases o presentadores afables que tratan de reproducir el lenguaje, y la escenografía, de la calle en sus programas de entretenimiento. Estos programas no versan sobre el político entrevistado, sino sobre nosotros mismos. No revelan cómo es el político en la intimidad, sino cómo es nuestra intimidad. El objeto no es retratar a Mariano, Pablo, Pedro o Albert; sino reflejar nuestra cotidianidad. Un espejo.
Y es que, a pesar de la insistencia de tantos analistas en que la política se ha personalizado mucho, en el fondo no nos interesan los candidatos. No nos importa demasiado cómo son. No les votamos porque tengan un carácter sólido. Nos da igual si antes se declaraban comunistas, luego posideológicos y ahora socialdemócratas. Como a los votantes de Trump les da igual que éste defienda que vuelvan las tropas y que se deporte a todos los inmigrantes indocumentados y al día siguiente que se bombardee Siria y que se legalice a muchos indocumentados. No les votamos porque nos caigan bien. Más bien, tendemos a juzgarlos como excesivamente soberbios o planos. Ni tampoco porque sean moralmente rectos. Toleramos que sean pillos o incluso laxos con la corrupción.
Les votamos por lo que dicen, explícita o implícitamente, sobre nosotros mismos. Confiamos en un candidato no porque nos caiga bien, sino porque nos hace caer bien a nosotros mismos. No votamos a un gran político, sino al que nos hace sentir grandes. No al político más preparado, sino al que nos hace creer que nosotros somos los más preparados.
En la nueva política, los candidatos que más estimulan nuestro ego son los más exitosos. Y hay dos fórmulas para conseguirlo. La primera es empoderarnos: elevarnos a la categoría de decisores políticos. Es ideal para los asuntos controvertidos, desde la pertenencia a la UE y la vertebración territorial del país al diseño de la política de defensa. Como Poncio Pilatos, los políticos se lavan las manos y dejan que sea el pueblo quien decida. Los procesos participativos y referendos proliferan en toda Europa, tanto en la radical Grecia como en el conservador Reino Unido, tanto para decidir qué hacer con un tranvía como para permanecer en la UE. Y si hay una característica que une a los seguidores de Trump es que consideran que su voz no cuenta a la hora de tomar las políticas públicas. Con lo que, si accede a la presidencia americana, no es descartable que las decisiones más controvertidas se acaben tomando vía SMS de los telespectadores como en Eurovisión o en un concurso de belleza.
La segunda estrategia es regalarnos políticas customizadas. Sí, desde siempre los políticos han prometido mucho. Subrayaban los beneficios de sus políticas y dejaban la financiación para la letra pequeña. Pero debían ofrecer paquetes estandarizados, para todos por igual. Eso eran las ideologías. Ahora, parcelan sus productos para cada nicho de votantes. Desgravaciones para los autónomos, rebajas fiscales para los jóvenes emprendedores, horas de trabajo semanal para los funcionarios, actualización de las pensiones de acuerdo con el IPC… Los políticos se reúnen con representantes de los grupos de interés, constatan lo “legítimas” que son sus demandas, y las incorporan en sus programas, que se convierten en un mero reflejo de las mismas. Un espejo.
La nueva política es un tiempo de ideologías delgadas. Pero también de candidatos delgados. Pues lo que importa no son los programas ni los políticos, sino nosotros. Y nuestros intereses más particulares y más egoístas. Esos sí que han engordado.

19 junio, 2016

Parlamentos y mujeres

  • Ruanda, Bolivia y Cuba, los países con más representación femenina en sus cámaras legislativas. 
  • España, con un 40% de escaños ocupados por mujeres, es el cuarto país europeo con más parlamentarias, sólo por detrás de Suecia, Finlandia e Islandia. Omán.
  • Kuwait, las Islas Salomón, Papúa Nueva Guinea y el Líbano, los lugares con menos mujeres en las cámaras.


Tenéis toda la información en The Independent

http://indy100.independent.co.uk/article/the-countries-with-the-highest-proportion-of-women-in-parliament--WJ5QAHMeEW 

12 junio, 2016

Vamos avanzando...

Hillary Clinton será la primera candidata a la presidencia de Estados Unidos en 240 años de historia democrática.